Si se pregunta a cualquier persona de buen sentido, profana en los misterios del arte forense, cuál es, en la sociedad humana, la función de los abogados, nos responderá —¡y hay que agradecer a la suerte si la respuesta es tan benévola!— que el oficio del abogado consiste en hacer triunfar las pretensiones del cliente. Quien parta, realmente, de la noción empírica de que el abogado tanto más se suele llamar hábil cuanto mejor logra, ante los jueces penales, vestir el delito con los ropajes de la inocencia o embrollar las cosas ante los jueces civiles, hasta que el pícaro redomado consiga saquear al hombre de bien, no puede ni siquiera imaginar que la función del abogado, aparte el interés privado del cliente, pueda servir, y juntamente con este, al interés de la colectividad; cree, por el contrario, que si los abogados no están destinados a otra cosa más que a engañar a los jueces, el interés público de la justicia resulta por ellos, mejor que servido, traicionado. Y, sin embargo, si, fuera de algún caso de degeneración, demasiado evidente para no tener carácter episódico y transitorio, se quiere descubrir la sustancia fundamental de nuestra profesión, se reconoce fácilmente que tiene su base, más que en la defensa de los intereses privados, en fines de pública utilidad, de los cuales debe siempre darse cuenta quien quiera serenamente razonar sobre el presente y el porvenir de la abogacía.
PIERO CALAMANDREI