Cuando el concilio Vaticano sitúa la lectura y la explicación de la Palabra de Dios, es decir, de la Escritura, en el centro de las celebraciones litúrgicas, devuelve al primer plano de la conciencia cristiana el hecho de que la Biblia es un texto destinado a ser leído en voz alta ante la asamblea del pueblo. También esta circunstancia tiene repercusiones en la calidad literaria de la traducción. El traductor debe elegir, entre las varias fórmulas posibles, aquella que mejor puede ser «pronunciada», y resulte más fácilmente inteligible cuando sea «oída». Por esta razón, esta nueva edición renuncia a signos diacríticos que intentan reproducir sonidos griegos o hebreos inexistentes en castellano y las grafías de los varios centenares de nombres propios de la Biblia han sido adaptadas y homogeneizadas en castellano. Se ha tenido también en cuenta el hecho de que en el tiempo transcurrido desde la primera edición se ha registrado una cierta confluencia de criterios entre los escrituristas respecto a la traducción de algunos términos técnicos, sobre todo del vocabulario cultural, en los que antes se registraba una cierta dispersión.