Hoy por hoy, tras la pandemia que el mundo entero ha padecido, y aún padece en muchos frentes, la justicia tradicional, la que se sustancia ante el juez, está, en general, colapsada.
Después del colapso que ha padecido la Sanidad en casi todos los países del mundo tras el alud de ingresos por la pandemia, era prácticamente inevitable que algo parecido sucediera con la Administración de Justicia, por el alud de demandas de todo tipo derivadas de la pandemia.
Porque junto a los conflictos pendientes, que había antes de la pandemia, y que, mientras esta duró, habían quedado suspendidos en la mayoría de países (en que la Administración de Justicia vio cerrada sus puertas, casi a cal y canto), se han venido a sumar nuevos conflictos provocados por la crisis social y económica que después de la pandemia se han generado, así como por la propia tensión provocada por tan largo y severo confinamiento que la mayoría de los países impusieron a fin de evitar una mayor propagación del Covid-19; conflictos tales: como reclamaciones de ayudas a los Estados o impugnaciones de multas impuestas por incumplimiento del confinamiento, conflictos laborales por despidos encubiertos o por impago de salarios, conflictos penales por maltratos familiares o domésticos, conflictos fiscales por impago de impuestos, diversos conflictos civiles por impago de alquileres y préstamos, o por incumplimiento de otros contratos (muchos de ellos amparados en la —tan manida durante aquellos días— cláusula rebus sic stantibus —que con tanto pretendido uso parecía recordar al bálsamo de Fierabrás, que todo lo cura—), pero también por nuevos divorcios y separaciones, por un incremento en el número de concursos de acreedores.
Carlo Pilia, Guillermo Cerdeira
y Eugenio Pizarro