Nuestra época resulta fértil en mitos. La Gran Singularidad, el crecimiento exponencial, el narcisismo o la viralidad podrían ser algunos de los más relevantes. La escisión entre el mundo de las cosas y de las personas, entre la tecnología y la sociedad, resulta sólo aparente. La transparencia podría ser la ideología predominante en nuestro tiempo, la piedra de Rosetta que sirviese para traducir las dinámicas a las que obedecen esos continentes aparentemente desconectados. Las tecnologías de la información y sus inmediatas consecuencias, las redes sociales, las plataformas de entretenimiento, la Inteligencia Artificial y el big data suponen una revisión y un cambio en el modo en el que entendemos aquello que nos rodea, en nuestra comprensión y uso del tiempo, así como en la manera en la que nos vemos a nosotros mismos. Asistimos, cautivados y temerosos a un tiempo, a las modificaciones que se producen en el ámbito de la educación, la política, el sexo, la sociología o la psicología. Ni siquiera el inconsciente queda a salvo de estas tecnologías que parecen apropiarse de lo más íntimo: nuestro deseo.
Si el capitalismo siempre se basó en ese fantasma psicológico que es el individuo autónomo (libre para elegir entre las mercancías que el mercado ponía a su disposición), tal vez ha llegado el momento en el que la propuesta capitalista resida en la delegación de esa libertad, ya no en arraigadas tradiciones culturales o religiosas (contra las que se levantó el proyecto ilustrado), sino en procesos de naturaleza algorítmica. A ese ser humano desprovisto voluntariamente de opacidad frente a la ambición extractiva de datos por parte de las redes y plataformas, dimisionario de lo político, mero interfaz/transmisor de la comunicación digital, es a lo que hemos dado en llamar hombre transparente.