Para un griego de la antigüedad ¿qué suponía ser él mismo? ¿De qué manera se manifestaba el carácter singular de los individuos durante su existencia y qué subsistía de ellos después de la muerte? El helenista que, al igual que cualquier otro antropólogo, se plantea estas cuestiones llega a unos resultados paradójicos. La Grecia de las ciudades supuso la irrupción del individualismo y su desarrollo en la sociedad. Y, sin embargo, el ser humano no se entendía todavía como persona, en el sentido moderno de la expresión, es decir, como una conciencia de sí cuyos secretos resultan inaccesibles para cualquier otro al margen del propio sujeto. La religión cívica se mostró además incapaz de dotar a cada individuo de un alma inmortal que pudiera prolongar su identidad en el otro mundo. Ello es así porque en una sociedad configurada por el enfrentamiento, en una cultura de la deshonra y del honor donde la competición en pos de la gloria deja poco espacio para el sentido del deber, ignorando el del pecado, la existencia de cada uno depende constantemente de la mirada del otro. Con tal de conocerse es preciso contemplar la propia imagen reflejada en el ojo de aquel que se tiene enfrente. Por medio de un juego de espejos se encuentran el sí mismo y el otro, la identidad y la alteridad. Entre las diversas formas adoptadas por el otro a juicio de los griegos, hay tres que a causa de su posición extrema dentro del campo de la alteridad han atraído la atención de Jean-Pierre Vernant y sobre las cuales centra su investigación: la figura de los dioses, la máscara de la muerte y el rostro del ser amado. Puesto que señalan los límites interiores en los cuales se encuentran encerrados los seres humanos pese a su deseo de traspasarlos, estas tres maneras de situarse frente al otro sirven de guías en la tarea de desentrañar los rasgos de la identidad, tal como era concebida y asumida por los griegos.