En el comienzo éramos todos el mismo viviente. Y las cosas no han cambiado tanto desde entonces. Hemos multiplicado las formas y las maneras de existir, pero todavía hoy somos la misma vida. Desde hace millones de años, esta se transmite de cuerpo en cuerpo, de individuo en individuos, de especie en especies. Y aunque se desplaza y se transforma, la vida de cualquier ser vivo no comienza con su propio nacimiento sino que es mucho, mucho más antigua.
Nuestra vida, que imaginamos como lo que hay de más íntimo e incomunicable en nosotros, no tiene en realidad nada de exclusivo ni de personal: nos fue transmitida por otro, animó otros cuerpos, otras parcelas de materia distinta a la que nos alberga. Fuimos los mismos humores, los mismos átomos que nuestra madre. El aliento de otra vida se prolonga en el nuestro, la sangre de otra circula en nuestras venas, moldea nuestro cuerpo. Del mismo modo, nuestra humanidad tampoco es un producto originario y autónomo. Es también la prolongación y la metamorfosis de una vida anterior. Más precisamente, es una invención que algunos primates —otra forma de vida— supieron extraer de su propio cuerpo, de su ADN, de su manera de vivir, para hacer existir de otra manera la vida que los habitaba y los animaba. Son ellos los que nos transmitieron esta forma, y los que a través de la forma humana continúan viviendo en nosotros.